jueves, 23 de octubre de 2014

Adán y Eva (I)

Cuenta el Génesis que, en el inicio de los tiempos, creo Yahvé Dios al hombre y a la mujer a partir del barro de la tierra. Conocemos a estos dos primeros seres como Adán y Eva. Estos nombres han llegado a nosotros como eso, simples nombres, pero en su origen etimológico hacían referencia a ese mismo origen. Y lejos de ser una imagen cualquiera, algo tosco propio de una sociedad primitiva, es una preciosa metáfora asumida por quien sabe que su ser es contingente, que no se ha dado a sí mismo la existencia y que procede de lo más sencillo y bajo, a lo que ha de regresar. Su materia prima es el humus, y por ello llamamos humilde a quien reconoce esto.

Adán y Eva, pues, son esos primeros seres con capacidad para pensar, sentir, imaginar, crear, amar y muchas cosas más, y todo ello a la vez. Y, en relación con esa naturaleza inicial, les atribuimos muchas cualidades y características que los humanos actuales hemos perdido. La más visible de todas ellas, y la que ha quedado en mayor medida en el imaginario colectivo, es una: iban desnudos.
El primer beso de Adán y Eva, de S. Viniegra (1891)

Bien, llegados a este punto de nuestro recorrido, pueden bajarse, si lo desean, aquellos que entre risotadas murmuran: «tetas, culos...» y cosas similares. Pueden dar media vuelta y volver a sintonizar su programa de TV favorito, que presumiblemente formará parte de la parrilla de esa cadena cuyo número es mayor de 4 y menor que 6.

Prosigamos, pues: Adán y Eva iban desnudos. Algunos relacionarán esto con una especie de naturismo primigenio. Lo asociarán con la escasez de atuendo de ciertas sociedades primitivas. Y lamentarán el hecho de que la sociedad y la cultura hayan «impuesto» la necesidad de llevar ropas. Quienes sostengan este argumentario probablemente lo acompañarán de una crítica a los parámetros morales que han imperado en nuestras sociedades, y considerarán que el pudor es un constructo de los mismos.

Volvamos un momento a nuestros primeros padres. Iban, nunca mejor dicho, «como Dios los trajo al mundo». Pero esto no era sino una más de las muchas cualidades que formaban el estado de inocencia primigenia. No necesitaban cubrirse el uno ante el otro, porque donde no hay amenaza no se necesita protección. Pero, tras comer de la manzana que no era una manzana (algún día puede que hablemos de este fruto), nos cuentan que se percataron de su desnudez, sintieron vergüenza y buscaron el modo de taparse.


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